Por Donají, en colaboración con Asexuales México y América Latina.
Desde que tengo uso de razón, siempre sentí que había algo diferentec conmigo. Veía a las personas adultas preocuparse por los noviazgos y las bodas, y a mí todo eso me daba grima. No entendía por qué Barbie tenía que salir a cenar con Ken o por qué Candy debía decidir entre Terry o Anthony. Suponía que para que yo existiera, alguien se había casado o estado en pareja con alguien, pero mi mente jamás dio por sentado que enamorarme, casarme y reproducirme fuera un deber, no había absolutamente ninguna conexión sináptica.
En quinto de primaria tuvimos nuestro primer curso de educación sexual. Comprendía perfectamente las funciones biológicas, pero no las asociaba conmigo, con mi cuerpo o con una supuesta «necesidad». Asumía que las hormonas desatarían ciertos procesos fisiológicos, pero no sentía que los quisiera ni los deseaba. Para mí, era algo tan inevitable como respirar, comer o descomer: «Ni modo, así es el cuerpo.» Sabía que mi cuerpo cambiaría sin mi consentimiento, ¿pero por qué las risitas morbosas? ¿Por qué tanto secreto y sonrojo? Cuando llegamos a la parte de los métodos anticonceptivos, pensé: «Es bueno saberlo, pero yo nunca los voy a necesitar», del mismo modo en que es útil saber sobre fracturas óseas sin desear sufrir una.
En la preparatoria, la presión social se intensificó. En la escuela y en casa insistían en preguntarme para cuándo tendría novio, pero yo no sentía ninguna necesidad de tener uno. Cuando intentaba reflexionar al respecto, siempre llegaba a la misma conclusión: sería un estorbo para mi rutina de estudio. Nunca se me pasó por la cabeza la idea de querer besar a alguien en los labios (¡fuchi!) ni entendía los albures, mientras a mi alrededor había una enorme presión de doble moral: conservar la virginidad, pero también empezar a «experimentar». ¿Experimentar qué?
La presión por tener novio era tal que llegué a cuestionarme si sería homosexual. Podía sentir atracción intelectual y estética por alguien, pero mi infatuación nunca estaba ligada al género de la persona. En mi adolescencia, la homosexualidad ya no estaba en el DSM, pero seguía siendo considerada socialmente una enfermedad. Luego llegó la universidad, la crisis del SIDA, la pérdida de amigos, yo seguía sin entender por qué los demás distraían energía de sus estudios para andar con alguien, y por qué arriesgarse a una aventura que parecía deporte de alto riesgo.
Como en todo grupo, en mi clase no faltaba el tipo que se autoproclamaba líder, a quien todo mundo obedecía. Se burlaba de mí y me molestaba por ser el único virgen: cada vez que alzaba la mano o hacía un comentario, salía con frases como: «Tú no puedes entender a Safo porque nunca te has acostado con una mujer»; «Tú no entiendes por qué Paris secuestró a Helena y desató una guerra entera por andar de caliente»; «Tú no puedes hablar de [inserte aquí “literatura erótica”, “desnudo artístico”, “mitos griegos”, “dinastías egipcias”, y un largo etcétera…]»
Ahora entiendo que sufrí acoso escolar: empecé a estresarme mucho y no dormía por días porque estaba becado al 100% y para conservar la beca necesitaba tener promedio de diez, pero si cada que abría la boca este lidercillo invalidaba todo lo que dijera, corría el riesgo de no poder terminar la carrera. Ahora caigo en la cuenta, también, que lo que él quería era hartarme para “hacerme el favor”… Al final no lo consiguió, porque en cuanto cumplí 18 (olvidé decir que entré a la uni a los 17) me busqué a un perfecto desconocido que estuviera medio borracho, me tirara el can y no se acordara de mi nombre.
A la mañana siguiente, llegué al salón y anuncié: «Ya no soy virgen, ya déjenme en paz». Me celebraron y me preguntaron con emoción: «¡Cuéntanos! ¿Verdad que no es como creías? ¿Verdad que te gustó?». Mi respuesta fue simple: «Sigo pensando lo mismo: No me parece interesante, es una pérdida de tiempo, tengo mejores cosas que hacer. Lo intenté, no funcionó. No quiero que vuelvan a decirme que no puedo opinar al respecto». Ahora que lo pienso, decir que no entiendes la poesía erótica porque no has tenido relaciones es tan absurdo como afirmar que no entiendes el género policial porque nunca has cometido un asesinato.
El mayor desafío de todos fue haber nacido antes de toda esta explosión de categorías y espectros. Viví los primeros cuarenta años de mi vida sin saber que había un nombre para lo mío, que no era ni homo ni hetero ni bi, sino ¡a! En cuanto descubrí que se podía agregar el prefijo “a-” a “sexualidad”, ¡me identifiqué inmediatamente! Ni siquiera dudé del uso del término: etimológicamente funcionaba, y funcionaba perfectamente para mí. Ahora sé que, si una de mis amigas lesbianas vuelve a decirme burlonamente: «Pues ya ejerce, ¿no?» puedo decirle que el que no me gusten los varones no implica que se me antoje empiernarme con una chava.
Siempre agradeceré a Papi Satán, a Cthulhu, al Monstruo Espagueti y a todos mis demonios internos por haberme puesto enfrente, en la pantalla de mi computadora, una recomendación para seguir a la comunidad de Asexuales México. Durante un tiempo revisé sus redes sin atreverme a asistir a sus reuniones, pues imaginaba que sería pura chaviza milenial y que no encajaría. ¡Pero no fue así! El rango de edades, de atracciones románticas, de intereses y de temas de conversación es muy diverso. Claro, son les jóvenes quienes han luchado por traducir material para quienes no hablan Inglés, quienes llevan diez años marchando, generando contenido y organizando reuniones… pero eso no quita que nos cohesione una identidad común y que, compartiendo nuestras autobiografías, sintamos una red de apoyo y formemos tribu.
A mi yo del pasado le diría que haga oídos sordos, que se mantenga firme, que no tiene que ser “experimentado” en absolutamente nada que no quiera experimentar, que no tiene que hacer vida en todas las facetas de la vida si no quiere, como no tiene que aventarse del puenting para demostrar su madurez, su adultez o su mérito.
A otras personas que estén pasando por lo mismo o algo similar les diría que su sentir es absolutamente válido, que merece respeto y no funa; que hay millones de seres humanos como él, ella o elle que han existido desde siempre y seguirán naciendo porque no es algo que escogimos, sino un regalo especial que nos tocó: que en todas las mitologías hay una deidad asexual, y que tenemos una función en la diversidad de la naturaleza porque así es nuestro ser y nuestra esencia.